Acantilados de Dún Aengus, en Inishmore
(Islas Arán, Irlanda)
Fotograma del documental "Hombres de Arán",
realizado por Robert Flaherty en 1934
Los Farallones de Capri (Italia)
“Oh Innisfree, isla mía, vuelvo a
ti desde los años pasados en el gélido mar…”
“De nuevo están al aire libre (…)
rodeados de restos de eternidad y del
destino”
[Joseph McBride y Michael Wilmington . “Irlanda. El Hombre Tranquilo
y The Rising of the Moon”. Capítulo 6 del libro “John Ford”. 1996]
Allá por mediados de un ya lejano
mes de enero, crucé longitudinalmente una nevada y silente isla de Irlanda en un
autobús de pasajeros que cubría la línea Dublín-Galway, haciendo escala en desperdigadas
poblaciones que parecían retener aún mucho del pintoresco atractivo de la
tranquilidad fordiana. Llegado a mi destino, un algo destartalado microbús me
condujo hasta un coqueto embarcadero, en algún lugar de la Bahía de Galway,
donde tomé un pequeño ferry. Tras una hora de travesía y con los sentidos
aguzados por la brusca caricia de gélidos aires marinos, divisé entre un velo
de bruma el difuminado contorno de Inishmore, la mayor de las tres islas que
componen el archipiélago de Arán. Tras tomar tierra, emprendí un largo trayecto
a pie rumbo a Dún Aengus, uno de los principales atractivos del lugar, durante
el cual recorrí extensos campos parcelados con ancestrales muros de piedras,
que se apilaban en el perfecto equilibrio procurado por la inmemorial argamasa
de los tiempos. Al topar con uno de los finales- o principios, según se mire-
de la verde y pétrea isla, se desplegó ante mis ojos en todo su esplendor un conjunto de
descomunales acantilados. La singular formación de rocosos taludes brindaba al
caminante que hasta allí se aventuraba espectaculares vistas sobre un Atlántico
que entreveraba de turquesa y esmeralda el incesante tesón de sus bravías aguas. Asomado
a aquella sobrecogedora balconada natural, cuyos inciertos límites parecían
querer prefigurar en la mente del espectador el vocablo “América”, y en la
firme y secreta convicción de estar siendo escrutado a la vez por todos los
siglos transcurridos desde la Edad de Bronce, experimenté el vértigo que trae
consigo la contemplación de la belleza primordial cobijada en lo inefable. El adusto
silencio que lo envolvía todo sonaba a incesante romper de olas, las olas del mismo
mar contra el que a diario pleitearan tiempo ha en sus precarias embarcaciones
los míticos “Hombres de Arán” de Robert Flaherty. Arqueología del
sentimiento, no-tiempo, eternidad, tiempo cósmico: seamos aquí profundamente
compasivos con la futilidad de las palabras, sencillamente incapaces de
expresar aquello que desborda e inutiliza los torpes rudimentos con los que el
hombre cree medir el tiempo en el vano afán de demostrar su existencia.
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“Otro de los conceptos
relacionados con el tiempo que creemos entender es el “paso” del mismo. Es
obvio que el tiempo es un concepto unidimensional: podemos relacionarlo con un
pasado, con un presente y con un futuro. En consecuencia, pudiera parecer que
se asemeja a un río infinito que fluye eternamente –el “río del tiempo”-. Pero
los físicos no ven las cosas de ese modo; señalan que no podemos medir el paso
del tiempo. Los relojes no miden este paso; sólo miden intervalos de tiempo.
Nosotros asignamos a estos intervalos unos números, (…) pero un reloj no nos
dice con qué velocidad “cruzamos” los diversos intervalos de tiempo. (…) Un
reloj es incapaz de cumplir semejante función”.
[Barry Parker. "El sueño de
Einstein". 1994]
“En el presente psicológico hay
dos factores que no son necesarios en la definición del tiempo físico: la
memoria y la consciencia. Tanto uno como otro pertenecen a un tiempo propio de
cada mente individual. Sólo tiene sentido dentro de un contexto humano, en una
realidad “viva”, es decir, en una duración. El presente psicológico tiene muy
poco que ver con la inmensa extensión del tiempo cósmico, que se mide por
cantidades inconcebibles para nuestra consciencia, un tiempo billonario cuya
medida nos da igual que se defina como finita o infinita. No es posible,
psicológicamente, relacionar la realidad de cada día individual comparándola
con otras realidades inertes, objetivas, pero desprovistas de proporción
humana”.
[Manuel Criado del Val. "La imagen
del tiempo: verbo y relatividad". 1992]
“Reemprendo la marcha y poco
tiempo después la senda da un giro de ballesta y me encuentro con los
farallones. Allí, abajo, en medio de un mar de lapislázuli. Cambio de rumbo y
tomo el camino que desemboca en una larga y prolongada escalera de piedra que
lleva a una cala. Yo me quedo a mitad del mismo, en un pequeño mirador
protegido por troncos mal clavados. Está al borde de un despeñadero. Me apoyo
confiado sobre la madera y contemplo los dos imponentes farallones, el del
medio y el del mar adentro (…) Pocos balcones habrá en el mundo como éste. En
pocos museos habrá una pieza paisajística semejante, ni siquiera las
maravillosas rocas de Andrea Mantegna. Aquí observo la naturaleza prisionera de
su propia melancolía. Miles de años encadenada a su belleza y eternidad (…) Mi
vida se apoya en estos dos peñascos que han sido lamidos por la historia sin
que en ella hayan participado. Quizás, por este motivo, permanecen tal cual
surgieron de la creación o de lo que se le asemeje. Desde mi observatorio
sereno, miro pasar los veleros que dejan blancas estelas (…) Es este viento huidizo, son esos pájaros
planeando desde los escarpados nidos, es esta atávica indolencia del tiempo
detenido”.
Vídeo de presentación
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