Si en la foto de arriba aciertas a divisar a un perro de blanco pelo algodonado deslizándose grácilmente por el cielo y soplando juguetonamente a las nubes, creo que has llegado al blog adecuado.

El poeta francés Paul Eluard dijo que hay otros mundos pero que están en éste. Yo también creo que en mi propio mundo hay muchos otros mundos. Desde las ventanas abiertas a mi imaginación veo entrelazarse entre sí a los mundos de mi mundo y, a su vez, unirse en frágil e imperfecta armonía con esos otros mundos que en el mundo son.

BLOGS DE JOAQUÍN JOSÉ FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ

lunes, 25 de julio de 2011

Arte mayor y menor de las dos ruedas


Las bicicletas son para el verano. Extraigo esta máxima de entre los escasos principios de mi certidumbre estival (préstamo con variaciones de la entrega fílmica de 2002 del prolífico y centenario Manoel de Oliveira). Buenas pruebas de la validez de dicha máxima recalan hasta mí desde muy diversos puntos de partida. Me detengo brevemente en dos de ellas. La Cadena SER aprovecha la habitual suelta de cadenas que caracteriza la programación estival de las emisoras de radio y, con motivo de la efeméride del 75 aniversario del inicio de la Guerra Civil el pasado 18 de julio, lanza a las ondas una sugerente evocación a la par que convicente reivindicación del teatro radiofónico de épocas pasadas. Conocidas voces de actores y locutores de la propia cadena nos trasladan a los primeros días de la tragedia fratricida que marcó la vida de varias generaciones españolas de la mano de la obra de Fernando Fernán Gómez “Las bicicletas son para el verano”. Por otra parte, el día 17 de julio cerraba la edición del diario “El País” un inteligente, entrañable y profundamente plástico artículo/relato de Manuel Vicent titulado “Unos pantalones bombachos y una bicicleta”. En él el escritor valenciano nos brindaba un delicioso y emocionante paseo en imaginaria bicicleta por los parajes de su memoria estival. Fernán Gómez y Vicent, cada uno a su manera, acababan por delinear la poderosa imagen de la bicicleta como el más preciado tesoro de la ancha y recóndita isla veraniega de los niños españoles de los años 30 y 40. “En verano de 1947 se produjo en mi vida un gran suceso. Por primera vez fui al mar en mi bicicleta Orbea, cuando apenas alcanzaba los pedales”. Como se desprende de estas líneas de su artículo, el niño Manuel (Vicent) tuvo más fortuna que el Luisito de Fernán Gómez, quien vio cómo el estallido de la contienda civil hacía saltar en pedazos sus planes para que su padre Don Luis le regalase una bici ese verano, junto con los planes de futuro de su familia, de sus vecinos, de Madrid, su ciudad, y de España, su país. El empleo de la imagen literaria de la bicicleta como signo de un tiempo muy concreto de nuestra historia reciente no es fruto de la casualidad pues, incluso en la época que rememoran nuestros dos escritores, hacía ya mucho que el arte de la bicicleta había venido a sustituir a otro anterior; es esto lo que la revista “Scientific American” pronosticaba allá por 1869 al afirmar que, debido al advenimiento de la bicicleta, “el arte de caminar está obsoleto”.

Tomando ahora el sendero hacia lo personal, creo conveniente señalar aquí que, aunque no como agente pedaleador, pero sí como experimentador artístico, el ciclo de las dos ruedas reluce también con luz propia en mi verano. Cumplo los años el 16 de julio, al igual que el mítico ciclista Miguel Indurain. Desde los triunfantes días del navarro en el Tour de Francia, el hecho de que tan curiosa coincidencia tuviese lugar siempre en el fragor de la dura disputa por el maillot amarillo de la ronda francesa, hizo que el amor por el ciclismo, arte antes que deporte para mí, anidase fuertemente en mi educación sentimental. Desde entonces, cada nuevo verano reverdece en mí con savia nueva la pasión artística por la bicicleta. En la edición del Tour que acaba de finiquitar con la tradicional fiesta en la ciudad que era una fiesta, quizás liberado de la presión deportiva por una posible victoria de Contador que a cada pedalada hacia París se iba alejando más, he visto acrecentarse en mí sobremanera la sensación del goce puramente estético del ciclismo por el ciclismo, del arte mayor y menor de las dos ruedas. Si las etapas de la carrera ciclista francesa fuesen formas estróficas, parece lógico pensar que las finalizadas en las cumbres pirenaicas o alpinas se escribirían en verso de arte mayor, mientras que las relativamente llanas que se resuelven al sprint presentarían una composición en líneas de arte menor. Al expresarme en tales términos sólo tengo en mente la arquitectura formal de las etapas, pues si lo que realmente nos interesa es el contenido artístico de las mismas, en ambos casos habremos de dirigir nuestros pasos al territorio de la épica. De igual modo que el genero épico podía expresarse en poesía de alejandrinos o de octosílabos, las gestas ciclistas son susceptibles de llegar al espectador bien revestidas del halo de la grandeza, cuantitativa y cualitativa, de una interminable y sobrehumana ascención montañosa, bien envueltas en el pequeño formato de la celeridad endiablada de un relampagueante y arriesgado sprint. No se me ocurre mejor ejemplo de la incansable lucha del héroe épico contra un medio natural hostil que la espectacular imagen aérea de los ciclistas remontando a puro golpe de corazón la sobrenatural ruta que serpentea por la vertical pared del Galibier. Heroica fue sin duda también la cruel batalla entre el monarca Contador y el señor feudal Samuel Sánchez en la subida al mítico Alpe d’Huez: el súbdito obtenía el botín del Premio de la Montaña a costa de privar a su monarca de la codiciada victoria de etapa, que acabaría cayendo en manos del caballero francés Rolland (nombre mítico donde los haya). A su manera, las llamadas “etapas de transición” que alcanzan su postrer clímax en el fugaz arte menor del sprint tienen también un indudable encanto épico. Curiosa especie la del sprinter, en no pocas ocasiones malentendido e infravalorado en oposición al reverenciado escalador. Épica es sin duda su larga travesía por las mediterráneas aguas de una planicie de más de 200 kilómetros, sorteando a la velocidad del rayo los peligros provenientes de los sinuosos archipiélagos de rotondas y haciendo oídos sordos a los cantos de sirenas de los ciclistas que derrapan por la gloria publicitaria de unos segundos de primer plano televisivo; el Odiseo ciclista ha de tener la cabeza fría para no ahogarse en la orilla y llegar a los decisivos últimos metros todavía con fuerzas suficientes en sus piernas. En otros momentos, a quien veo es a un medieval caballero sprinter que viaja seguro, arropado por su fiel ejército de gregarios y lanzadores, en pos de defender su honor en el magno torneo. Pero en el momento de la verdad, en el pasillo flanqueado por las gradas pobladas por los nobles del reino, el caballero sprinter se queda solo y pagará con su vida el más mínimo error de cálculo, como en aquella ya lejana etapa en la que el normalmente intratable caballero anglosajón Cavendish lanzó a destiempo el ataque con sus piernas convertidas en lanzas y se vio superado sin remisión por su izquierda sobre la línea de meta por el caballero teutón Greipel. Escuchando atentamente la emisión radiofónica de la obra teatral de Fernán Gómez, leyendo con deleite el artículo de Vicent o viendo sin perder detalle el Tour, disfruto como un niño de los años cuarenta con bicicleta nueva del exquisito arte mayor y menor de las dos ruedas.

lunes, 18 de julio de 2011

"Maldigo las guerras": El Planeta de los Desaparecidos



PRÓLOGO.

Tristes guerras …

Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.

Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.

Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.

[Miguel Hernández. “Cancionero y romancero de ausencias”]


En el año 2002 el periodista y escritor Rafael Torres publicaba su obra “Desaparecidos”. En su contraportada puede leerse lo siguiente: “Este libro supone la primera monografía sobre nuestros desaparecidos, cuyo relato discurre por los territorios del horror y se detiene en las diversas estaciones en las que miles de rostros se dejaron ver por última vez”. Para mí y me imagino que para la mayoría de los lectores, el libro de Torres supuso un contundente aldabonazo en la conciencia, la cual despertó de sopetón a una terrible y paradójica realidad: durante muchos años, los españoles habíamos seguido horrorizados las impactantes noticias que sobre miles y miles de desaparecidos nos llegaban de Chile, Argentina, El Salvador, Guatemala, Bosnia, Ruanda o Irak, olvidando o quizá no queriendo recordar que nuestros pies pisaban la misma tierra que servía de inmensa fosa común a los miles y miles de desaparecidos durante nuestra propia Guerra Civil de 1936-1939 y la feroz e implacable represión que siguió a la misma. En el inicio del segundo capítulo (pp. 82-3), escribe Rafael Torres lo siguiente:

En la víspera de instalarse en las zonas peninsulares donde triunfó, el Golpe de Estado había exhibido su atroz preámbulo en el Protectorado español de Marruecos, de donde, a lomos de los aviones de transporte cedidos por Mussolini, iniciarían la invasión de España las tropas mercenarias (Regulares, mehalas, harkas, policía indígena y Legión Extranjera) de los rebeldes.

No bien en la Península se habían recibido, confusas, las primeras noticias de la sublevación en Marruecos del Ejército de África, aquellas tierras ardientes, de Melilla a Larache, de Ceuta a Nador, de Tetuán a Chauen, ya se habían empapado de la sangre de los leales a la República, militares y paisanos.

Cerca de 200 personas fueron asesinadas en el Protectorado durante la primera noche de terror fascista [Intervengo brevemente aquí para recordar que esa fue más o menos la cifra de muertos provocada por los salvajes atentados terroristas del 11 de marzo de 2004 en los trenes de Madrid]. Entre ellas, el Jefe de Seguridad de Ceuta, teniente De Prado, cuyo cuerpo apareció a los muros de la prisión de El Hacho con dos tiros en la nuca. Su primo, el soldado Antonio Granados, fue detenido en Melilla por los sublevados y, recluido en el Hospital O’Donnell de esa ciudad, pudo ver en una de sus salas los primeros montones de desaparecidos de la Guerra de España. Eran militares leales a la República:

“Tenían los rostros desfigurados y algunos los ojos abiertos. No se podía saber el grado militar porque de los desgarrados uniformes habían sido arrancadas las estrellas y demás distintivos”.

El Delegado del Gobierno en Melilla, Jaime Fernández Gil de Terradillos, que logró escapar a Tánger tras varios meses de reclusión esperando la muerte, relató en su informe sobre las matanzas perpetradas por los sublevados en Melilla la desaparición de hasta veinticuatro de sus compañeros de cautiverio, y describió los pormenores de esa primera represión erradicadora y ciega que, dirigida por el coronel Solans Labedán, ejecutaron los falangistas:

“El depósito de cadáveres del cementerio estuvo totalmente lleno algunas semanas. Un largo desfile de personas, cuyos familiares habían desaparecido de sus casas, examinaban con ansiedad y temor los cadáveres alineados. Cuando estos desfiles empezaron a ser más continuos, como ellos permitían conocer sus “modos de actuar”, fueron cortados, prohibiendo la entrada al cementerio”.

La escena descrita en el último párrafo del texto de Torres se corresponde fielmente con tantas otras que, lamentablemente, hemos tenido que presenciar a través de la pantalla de nuestro televisor; la diferencia es que ésta tenía lugar en España y los “cadáveres alineados” eran de españoles. Escribo hoy día 18 de julio de 2011 en una España en la que esta fecha es ya afortunadamente la que viene después de la del 17 y antes de la del 19 de julio. Sin embargo, muchos de los desaparecidos de nuestra contienda civil lo siguen siendo y probablemente así seguirán por siempre jamás, y sus huesos se amontonan, aunque no precisamente alineados, en las cunetas, barrancos y cementerios de nuestro país. El cuerpo me pide poner el DVD de “El Planeta de los Simios”, el indiscutible clásico de la ciencia ficción dirigido en 1968 por Franklin J. Schaffner, y buscar con el mando su impactante última escena. No la veo entera, la quito justo después de que Charlton Heston (a quien profeso tanto aprecio en lo cinematográfico como poco en lo personal), demolido por el terrible descubrimiento de que el extraño planeta donde cree estar es en realidad el suyo (terrible como la constatación de que en tu propio país también hay desaparecidos), hinca sus rodillas sobre la basculante espuma del mar y la fina arena de la solitaria playa, y grita desesperadamente a los cuatro vientos una frase que debería resonar con fuerza imperecedera en nuestros oídos cada 18 de julio : “¡Maldigo las guerras!”.


EPÍLOGO.

El País, domingo 17 de julio de 2011 [p. 16]

“Enterrados 72 años después un grupo de fusilados del franquismo. Al volver del frente a sus casas el 3 de abril de 1939, 16 hombres de Menasalbas (Toledo) fueron sorprendidos por vecinos de su pueblo que durante la contienda se habían hecho falangistas, y asesinados frente a la tapia del cementerio. El Foro por la Memoria exhumó los cuerpos en julio del año pasado y ayer se los entregó a sus familias para enterrarlos, ahora bajo una lápida y con su nombre y apellidos, en el cementerio (…) El más joven de los asesinados tenía 14 años y el mayor, 60”.

domingo, 17 de julio de 2011

Lecturas estivales


Llega la estación estival y, cogidas de su mano, las así denominadas “lecturas de verano”. Pretender establecer, dentro del complejo, multifacético y casi inabarcable universo de los libros y la lectura, categorizaciones taxonómicas basadas en las arbitrarias particiones -naturales o artificiales- de eso que llamamos “año” me parece un inmenso error de partida: “lecturas de verano”, “lecturas de otoño”, “lecturas de invierno”; o “lecturas de vacaciones”, que igual nos sirven para un roto que para un descosido, para ser leídas tanto en la butaca, al amor de la lumbre en las frías y oscuras jornadas del asueto navideño, como en la hamaca, con la sedosa caricia de la brisa del estío en la cara y los rítmicos arrullos de las olas en los oídos. Sin embargo, es práctica habitual y extendida que, en cuanto alcanzamos las primeras estribaciones de junio, se nos ofrezcan por doquier –periódicos, suplementos semanales, revistas de libros, programas culturales de radio o televisión- útiles consejos y recomendaciones para el correcto disfrute de la experiencia lectora durante la tórrida estación: best-sellers que todo el mundo en la oficina menos tú ha leído ya (¡hay que dar salida al producto, bueno o menos bueno, que tanto cuesta colocar en la sacrosanta mesa de novedades!); antologías de poesía, a ser posible de amor y bien generosas en el paginado; literatura para el escapismo (¡aunque en muchos casos no quede claro de lo que escapamos y hacia dónde lo hacemos!), en el tiempo –sufrida novela histórica- y en el espacio –novela de aventuras y libros de viajes; es aquí donde cada verano me pregunto a la almodovariana manera “¿qué han hecho los pobres Sir Walter Scott, Robert Louis Stevenson, Alejandro Dumas, Julio Verne o Emilio Salgari para merecer esto?”. ¡Ah! Y no debemos olvidarnos de meter en la maleta un par de libros de autoayuda, que nunca están de más. Dados los peculiares acontecimientos acaecidos de mayo para acá, quizá sería recomendable que uno de los dos sea de “autoayuda colectiva”, ¿qué tal el “¡Indignaos!” de Stéphane Hessel, que es baratito y pesa muy poco?. Obviaré comentario en profundidad de esos tan socorridos “relatos de verano” (a veces por entregas al modo decimonónico) con los que la prensa diaria consigue rellenar algunas de las páginas de sus raquíticas ediciones agostíes: no conviene despertar a la bestia dormida. Aunque las generalizaciones son siempre injustas (quizá por eso se hagan), un denominador común parece vertebrar las variopintas ofertas de lectura estival: libros para el solaz, para el entretenimiento, fáciles de leer (¡entrañable esta ultima categoría!), que no interfieran con nuestro bien merecido descanso y que no pongan a prueba nuestra mente, que necesita echar el freno después de un inmisericorde año de incesante y extenuante trabajo. Seguir tamañas pautas de lectura durante el verano creo que es hacer exactamente lo contrario de lo que debería hacerse. El tramo final de los días laborables de nuestras largas semanas de otoño, invierno o primavera no parece el momento más adecuado para embarcarse en lecturas exigentes, de enjundia; ni siquiera el psicológicamente exiguo fin de semana del resto del año lo parece tampoco. Sin embargo, los días de las vacaciones estivales, inmensos, tranquilos, con el horizonte limpio de molestos nubarrones, son los que ponen ante nosotros en bandeja de plata una oportunidad inmejorable para acometer retos lectores de altos vuelos, de los que absorben de verdad y llaman a rebato a nuestro cinco sentidos. Es esto lo que siempre trato de hacer una vez cruzada la mediana de julio. Aun sabiendo que no podré con todos, este verano me he retado a duelo lector con, entre otros, Marcel Proust (“Remembrance of Things Past”; traducción al inglés de su seminal obra), con Julio Cortázar (“Rayuela”; echaré a cara o cruz el orden de lectura de los capítulos y que sea lo que el azar cortazariano quiera) y con Jorge Yarce y sus editados (“Filosofía de la comunicación”; dos pasiones mías en comunal abrazo en la misma obra). A los devotos y nostálgicos de las lecturas “estacionales”, a quienes evidentemente no habrán convencido mis argumentos, les juego en su propio terreno pero con mi balón: para las vacaciones de agosto, recomiendo “Canción de Navidad” de Charles Dickens, y para las de diciembre, “Verano y humo” de Tennessee Williams.

jueves, 14 de julio de 2011

Hombre con gorra en foto nupcial


Es idea muy extendida que en las cocinas de los pobres se da una suerte de solidaridad que está totalmente inédita en los salones de los ricos: donde comen cinco comen seis, sácale un platito de puchero a la vecina del segundo, que está con la gripe. Parece que al ser humano le es más fácil repartir su modesta escasez que su indecente abundancia. En la Italia y la España de los años 50 había muy poco que repartir, pero se repartían hasta las migajas. He utilizado el peculiar concepto de la solidaridad del necesitado como mero botón de muestra de una teoría personal de algo de más calado: el pobre es ante todo pobre, antes que hombre o mujer, joven o anciano, italiano o español. O dicho de otra manera, los pobres son casi iguales en todos sitios. Esto explica la realización en España, como pez en el agua, por parte del director italiano Marco Ferreri de dos filmes señeros del neorrealismo universal, ni español ni italiano: “El pisito” (1958) y “El cochecito” (1960). Si hubiera que encontrar alguna diferencia entre las películas “españolas” de Ferreri y las filmadas en la misma época por directores españoles, pongamos que Berlanga, podemos señalar el carácter algo más extremo tanto en la forma como en el contenido de las del italiano, más barroquismo si cabe y más acerada crítica social, normalmente expresada visualmente a través de escenas secundarias dentro de la escena principal, por donde se deslizan personajes demoledores e inmisericordes con la España del momento. De todos modos, dicha diferencia tiene fácil explicación: Ferreri venía de fuera y les “tenía menos respeto” a los censores que el que los españoles habían aprendido, a sangre y fuego, a tenerles por estos lares. Hoy 14 de julio se cumplían 45 años de la boda de mis padres. Con ese motivo he desempolvado las fotos del magno evento: la familia que posaba unida en glorioso blanco y negro permanecía unida, era de esperar, hasta que la muerte los separase. De las fotos de esa boda, respetuosamente dispuestas en un ya ajado álbum de pastas granates, pasé a otras instantáneas nupciales guardadas de manera más desordenada y azarosa en una antigua caja metálica de galletas. Al final apareció la que yo quería ver: foto de mi padre con unos amigos en una boda en Gibraleón (Huelva), finales de los 50 o primeros de los 60: de izquierda a derecha, con fondo campestre, mi padre, tres amigos que todavía puedo identificar y un hombre sonriente tocado con una gorra, modestamente vestido, que posa su brazo izquierdo sobre un coche negro aparcado a su lado. Menos mal que en su momento tuve la precaución de preguntarle a mi padre sobre la identidad del curioso individuo que cerraba la alineada fila de asistentes a las nupcias: “Es el taxista que nos llevó a la boda desde Huelva, porque ninguno teníamos coche y pagamos el taxi entre los cuatro. Como tenía que esperarnos para volver a llevarnos a casa, el hombre se quedó en la boda, estuvo en la iglesia, se sentó y comió con nosotros en la mesa durante el banquete y hasta salió en las fotos. Después cuando nos veía por Huelva no veas los saludos que nos hacía”. Vuelvo a mirar la imagen y lo que contemplo no es ya una foto, es un fotograma de una película neorrealista, italiana o española (lo dejo a vuestra elección); ¡ah! se me olvidaba, tampoco veo ya al jovial taxista engorrado, veo a Pepe Isbert, a Manolo Morán o a Totó, ustedes mismos.

martes, 12 de julio de 2011

Mi 25% de felicidad diaria


Preguntado sobre la felicidad, oí a un escritor decir en televisión lo siguiente: "Para mí, disfrutar de cuatro momentos de felicidad al día es suficiente para considerarme feliz". Esta tarde ya completé mi 25% de felicidad diaria: mientras merendaban en casa mi hija y una amiga suya, les leí a Juan Ramón Jiménez, en concreto el capítulo LIII de "Platero y yo":

ALBÉRCHIGOS

Por el callejón de la Sal, que retuerce su breve estrechez, violeta de cal con sol y cielo azul, hasta la torre, tapa de su fin, negra y desconchada de esta parte del Sur por el constante golpe del viento de la mar; lentos, vienen niño y burro. El niño, hombrecito enanillo y recortado más chico que su caído sombrero ancho, se mete en su fantástico corazón serrano, que le da coplas y coplas bajas:

...con grandej fatiguiiiyaaa
yo je lo pediaaa...

Suelto, el burro mordisquea la escasa hierba sucia del callejón, levemente abatido por la carguilla de albérchigos. De vez en cuando, el chiquillo, como si tornara un punto a la calle verdadera, se para en seco, abre y aprieta sus desnudas piernecillas terrosas, como para cogerle fuerza, en la tierra, y, ahuecando la voz con la mano, canta duramente, con una voz en la que torna a ser niño en la e:

-¡Albéeerchigooo!...

Luego, cual si la venta le importase un bledo -como dice el padre Díaz-, torna a su ensimismado canturreo gitano:

...yo a ti no te curpooo,
ni te curparíaaa...

Y le da varazos a las piedras, sin saberlo...

Huele a pan calentito y a pino quemado. Una brisa tarda conmueve levemente la calleja. Canta la súbita campanada gorda que corona las tres, con su adornillo de la campana chica. Luego un repique, nuncio de fiesta, ahoga en su torrente el rumor de la corneta y los cascabeles del coche de la estación, que parte, pueblo arriba, el silencio, que se había dormido. Y el aire trae sobre los tejados un mar ilusorio en su olorosa, movida y refulgente cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido de sus olas iguales en su solitario esplendor.

El chiquillo torna a su parada, a su despertar y a su grito:

-¡Albéeerchigooo!...

Platero no quiere andar. Mira y mira al niño y husmea y topa a su burro. Y ambos rucios se entienden en no sé qué movimiento gemelo de cabezas, que recuerda, un punto, el de los osos blancos…

-Bueno, Platero; yo le digo al niño que me dé su burro, y tú te irás con él y serás un vendedor de albérchigos..., ¡ea!

[Nota publicada originalmente en Facebook el 11 de junio de 2011]

El mundo al revés


Telefónica de España declaró unas ganancias de 10.167 millones de euros en 2010, un 30% más que en 2009. Mañana presenta un ERE (Expediente de Regulación de Empleo) para despedir en 5 años a 8.500 de sus trabajadores de Telefonía Fija, un 25% del total de su plantilla en España y un 6% de la del extranjero. En plena crisis económica, las depauperadas arcas del Estado español, en lugar de financiar la creación de empleo, sufragarán vía cobertura por desempleo y prejubilaciones el paro generado por una empresa privada (por cierto, privatizada en su momento por un partido al que tanto preocupa el problema del paro en estos momentos), que liberada de los sueldos de los trabajadores despedidos, seguirá aumentando beneficios exponencialmente. Bueno, voy a seguir estudiando, que no me entra eso de que “en el sistema liberal-capitalista, el mercado se regula a sí mismo”. También tendré que repasar "la necesidad de nuevas reformas que flexibilicen el despido en nuestro excesivamente rígido mercado laboral", que sigue reclamando la CEOE.

[Nota publicada originalmente en Facebook el 25 de mayo de 2011]

Leyes físicas de lo cotidiano: el concepto de “intensidad”


Leyes Físicas de lo Cotidiano: El concepto de “intensidad” se puede definir básicamente como el grado de potencia, poder, energía o fuerza con que se manifiesta un fenómeno físico, un agente natural, una magnitud o una cualidad.

Ley Primera: Cuando se están agotando las pilas del mando a distancia del televisor y no podemos cambiar de canal, pulsamos el botón del mando con mucha más “intensidad”.

Ley Segunda: Cuando, en la calle, le explicamos a un extranjero que no habla bien nuestra lengua cómo llegar a un sitio, le hablamos con mucha más “intensidad” (o sea, le gritamos).

En ambos casos, el resultado es negativo (tenemos que seguir viendo el canal de la televisión que no queremos, y el extranjero llega al sitio equivocado), pero seguimos aplicando las dos leyes una y otra vez en nuestra vida diaria.

[Nota publicada originalmente en Facebook el 19 de mayo de 2011]

lunes, 11 de julio de 2011

La mayoría necesitamos los huevos


Dedico esta cita de Woody Allen [‘Annie Hall’ (1977)] a todos los lectores de mi nuevo blog:


"I thought of that old joke, y'know, the, this... this guy goes to a psychiatrist and says, "Doc, uh, my brother's crazy; he thinks he's a chicken." And, uh, the doctor says, "Well, why don't you turn him in?" The guy says, "I would, but I need the eggs." Well, I guess that's pretty much now how I feel about relationships; y'know, they're totally irrational, and crazy, and absurd, and... but, uh, I guess we keep goin' through it because, uh, most of us... need the eggs."


“Y recordé aquel viejo chiste, aquel del tipo que va al psiquiatra y le dice: “Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina”.Y el doctor responde: “¿Pues por qué no lo mete en un manicomio?”. Y el tipo le dice: “Lo haría, pero necesito los huevos”. Pues, eso más o menos es lo que pienso sobre las relaciones humanas, saben, son totalmente irracionales y locas y absurdas, pero supongo que continuamos manteniéndolas porque la mayoría necesitamos los huevos”.


[Nota publicada originalmente en Facebook el 25 de abril de 2011]