A la caída de la tarde de noviembre,
vuelvo la mirada hacia el frondoso palmeral que crece sobre el lomo de un
preciado ejemplar de las “Aventuras de Robinson Crusoe” de Daniel Defoe; sus
páginas parecen haber querido envejecer sintonizando justo la misma frecuencia
cromática de las hojas de los árboles que, a contracorriente, se afanan por
otoñar en el remedo primaveral que se asoma a mi ventana. En la Introducción
General del libro, Carmen Bravo Villasante nos recuerda que “en todo ser humano
hay un secreto anhelo de estar en una isla desierta (…) La isla evoca la
lejanía, la evasión de la sociedad civilizada y de sus trabas, representa la
total libertad. Es el ideal de la huida, el sueño utópico frente al cansancio
de la sociedad con sus cargas insoportables. La isla desierta es la posibilidad
de un total aislamiento” (pág. 11).
Como un efímero y antojadizo robinsón,
con la frágil firmeza del que cree bastarse a sí mismo, siquiera por un instante,
me anclo al espejismo, a la utopía, al anhelo secretamente abrigado, y presto mis
oídos, abiertos de par en par, al canto resignadamente lúcido del filósofo de
la insularidad:
“¡Cuán caprichosa es la vida
humana y cómo nuestras pasiones varían con las circunstancias! Hoy queremos lo
que mañana odiamos, huimos al día siguiente de lo que buscábamos ayer con
avidez, deseando en este momento un objeto del cual quizá mañana no queramos
acordarnos. ¿No era yo entonces un triste y vivo ejemplo de esta verdad; yo,
cuya sola aflicción era el estar perdido detrás del inmenso Océano, privado de
la sociedad de los hombres, sin amigos y condenado a lo que yo llamaba una vida
contemplativa; yo, que me miraba como un ser que el cielo no había juzgado
digno de contar entre los vivientes; yo, a quien la sola vista de uno de mis semejantes
debía ser como una resurrección para mí y la más grande bendición que Dios
pudiese concederme después de la salud eterna? La idea sola de ver a un hombre
me hacía temblar y estaba pronto a esconderme en lo más recóndito de la tierra,
al aspecto de aquella sombra, de aquella prueba muda de la huella de un hombre
en la isla. ¡Tales son las vicisitudes de la vida humana, recurso fecundo de
curiosas reflexiones!”
[Daniel Defoe. “Aventuras de
Robinson Crusoe”. Edición de Carmen Bravo Villasante. Madrid: Editorial Legasa.
Colección Clásicos de Aventuras. 1980. Pág. 159]
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