Si en la foto de arriba aciertas a divisar a un perro de blanco pelo algodonado deslizándose grácilmente por el cielo y soplando juguetonamente a las nubes, creo que has llegado al blog adecuado.

El poeta francés Paul Eluard dijo que hay otros mundos pero que están en éste. Yo también creo que en mi propio mundo hay muchos otros mundos. Desde las ventanas abiertas a mi imaginación veo entrelazarse entre sí a los mundos de mi mundo y, a su vez, unirse en frágil e imperfecta armonía con esos otros mundos que en el mundo son.

BLOGS DE JOAQUÍN JOSÉ FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ

domingo, 10 de noviembre de 2013

Filosofía insular de Defoe: Antojo y contingencia de lo humano




A la caída de la tarde de noviembre, vuelvo la mirada hacia el frondoso palmeral que crece sobre el lomo de un preciado ejemplar de las “Aventuras de Robinson Crusoe” de Daniel Defoe; sus páginas parecen haber querido envejecer sintonizando justo la misma frecuencia cromática de las hojas de los árboles que, a contracorriente, se afanan por otoñar en el remedo primaveral que se asoma a mi ventana. En la Introducción General del libro, Carmen Bravo Villasante nos recuerda que “en todo ser humano hay un secreto anhelo de estar en una isla desierta (…) La isla evoca la lejanía, la evasión de la sociedad civilizada y de sus trabas, representa la total libertad. Es el ideal de la huida, el sueño utópico frente al cansancio de la sociedad con sus cargas insoportables. La isla desierta es la posibilidad de un total aislamiento” (pág. 11).

Como un efímero y antojadizo robinsón, con la frágil firmeza del que cree bastarse a sí mismo, siquiera por un instante, me anclo al espejismo, a la utopía, al anhelo secretamente abrigado, y presto mis oídos, abiertos de par en par, al canto resignadamente lúcido del filósofo de la insularidad:

“¡Cuán caprichosa es la vida humana y cómo nuestras pasiones varían con las circunstancias! Hoy queremos lo que mañana odiamos, huimos al día siguiente de lo que buscábamos ayer con avidez, deseando en este momento un objeto del cual quizá mañana no queramos acordarnos. ¿No era yo entonces un triste y vivo ejemplo de esta verdad; yo, cuya sola aflicción era el estar perdido detrás del inmenso Océano, privado de la sociedad de los hombres, sin amigos y condenado a lo que yo llamaba una vida contemplativa; yo, que me miraba como un ser que el cielo no había juzgado digno de contar entre los vivientes; yo, a quien la sola vista de uno de mis semejantes debía ser como una resurrección para mí y la más grande bendición que Dios pudiese concederme después de la salud eterna? La idea sola de ver a un hombre me hacía temblar y estaba pronto a esconderme en lo más recóndito de la tierra, al aspecto de aquella sombra, de aquella prueba muda de la huella de un hombre en la isla. ¡Tales son las vicisitudes de la vida humana, recurso fecundo de curiosas reflexiones!”

[Daniel Defoe. “Aventuras de Robinson Crusoe”. Edición de Carmen Bravo Villasante. Madrid: Editorial Legasa. Colección Clásicos de Aventuras. 1980. Pág. 159]


            

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