Si en la foto de arriba aciertas a divisar a un perro de blanco pelo algodonado deslizándose grácilmente por el cielo y soplando juguetonamente a las nubes, creo que has llegado al blog adecuado.

El poeta francés Paul Eluard dijo que hay otros mundos pero que están en éste. Yo también creo que en mi propio mundo hay muchos otros mundos. Desde las ventanas abiertas a mi imaginación veo entrelazarse entre sí a los mundos de mi mundo y, a su vez, unirse en frágil e imperfecta armonía con esos otros mundos que en el mundo son.

BLOGS DE JOAQUÍN JOSÉ FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ

lunes, 25 de julio de 2011

Arte mayor y menor de las dos ruedas


Las bicicletas son para el verano. Extraigo esta máxima de entre los escasos principios de mi certidumbre estival (préstamo con variaciones de la entrega fílmica de 2002 del prolífico y centenario Manoel de Oliveira). Buenas pruebas de la validez de dicha máxima recalan hasta mí desde muy diversos puntos de partida. Me detengo brevemente en dos de ellas. La Cadena SER aprovecha la habitual suelta de cadenas que caracteriza la programación estival de las emisoras de radio y, con motivo de la efeméride del 75 aniversario del inicio de la Guerra Civil el pasado 18 de julio, lanza a las ondas una sugerente evocación a la par que convicente reivindicación del teatro radiofónico de épocas pasadas. Conocidas voces de actores y locutores de la propia cadena nos trasladan a los primeros días de la tragedia fratricida que marcó la vida de varias generaciones españolas de la mano de la obra de Fernando Fernán Gómez “Las bicicletas son para el verano”. Por otra parte, el día 17 de julio cerraba la edición del diario “El País” un inteligente, entrañable y profundamente plástico artículo/relato de Manuel Vicent titulado “Unos pantalones bombachos y una bicicleta”. En él el escritor valenciano nos brindaba un delicioso y emocionante paseo en imaginaria bicicleta por los parajes de su memoria estival. Fernán Gómez y Vicent, cada uno a su manera, acababan por delinear la poderosa imagen de la bicicleta como el más preciado tesoro de la ancha y recóndita isla veraniega de los niños españoles de los años 30 y 40. “En verano de 1947 se produjo en mi vida un gran suceso. Por primera vez fui al mar en mi bicicleta Orbea, cuando apenas alcanzaba los pedales”. Como se desprende de estas líneas de su artículo, el niño Manuel (Vicent) tuvo más fortuna que el Luisito de Fernán Gómez, quien vio cómo el estallido de la contienda civil hacía saltar en pedazos sus planes para que su padre Don Luis le regalase una bici ese verano, junto con los planes de futuro de su familia, de sus vecinos, de Madrid, su ciudad, y de España, su país. El empleo de la imagen literaria de la bicicleta como signo de un tiempo muy concreto de nuestra historia reciente no es fruto de la casualidad pues, incluso en la época que rememoran nuestros dos escritores, hacía ya mucho que el arte de la bicicleta había venido a sustituir a otro anterior; es esto lo que la revista “Scientific American” pronosticaba allá por 1869 al afirmar que, debido al advenimiento de la bicicleta, “el arte de caminar está obsoleto”.

Tomando ahora el sendero hacia lo personal, creo conveniente señalar aquí que, aunque no como agente pedaleador, pero sí como experimentador artístico, el ciclo de las dos ruedas reluce también con luz propia en mi verano. Cumplo los años el 16 de julio, al igual que el mítico ciclista Miguel Indurain. Desde los triunfantes días del navarro en el Tour de Francia, el hecho de que tan curiosa coincidencia tuviese lugar siempre en el fragor de la dura disputa por el maillot amarillo de la ronda francesa, hizo que el amor por el ciclismo, arte antes que deporte para mí, anidase fuertemente en mi educación sentimental. Desde entonces, cada nuevo verano reverdece en mí con savia nueva la pasión artística por la bicicleta. En la edición del Tour que acaba de finiquitar con la tradicional fiesta en la ciudad que era una fiesta, quizás liberado de la presión deportiva por una posible victoria de Contador que a cada pedalada hacia París se iba alejando más, he visto acrecentarse en mí sobremanera la sensación del goce puramente estético del ciclismo por el ciclismo, del arte mayor y menor de las dos ruedas. Si las etapas de la carrera ciclista francesa fuesen formas estróficas, parece lógico pensar que las finalizadas en las cumbres pirenaicas o alpinas se escribirían en verso de arte mayor, mientras que las relativamente llanas que se resuelven al sprint presentarían una composición en líneas de arte menor. Al expresarme en tales términos sólo tengo en mente la arquitectura formal de las etapas, pues si lo que realmente nos interesa es el contenido artístico de las mismas, en ambos casos habremos de dirigir nuestros pasos al territorio de la épica. De igual modo que el genero épico podía expresarse en poesía de alejandrinos o de octosílabos, las gestas ciclistas son susceptibles de llegar al espectador bien revestidas del halo de la grandeza, cuantitativa y cualitativa, de una interminable y sobrehumana ascención montañosa, bien envueltas en el pequeño formato de la celeridad endiablada de un relampagueante y arriesgado sprint. No se me ocurre mejor ejemplo de la incansable lucha del héroe épico contra un medio natural hostil que la espectacular imagen aérea de los ciclistas remontando a puro golpe de corazón la sobrenatural ruta que serpentea por la vertical pared del Galibier. Heroica fue sin duda también la cruel batalla entre el monarca Contador y el señor feudal Samuel Sánchez en la subida al mítico Alpe d’Huez: el súbdito obtenía el botín del Premio de la Montaña a costa de privar a su monarca de la codiciada victoria de etapa, que acabaría cayendo en manos del caballero francés Rolland (nombre mítico donde los haya). A su manera, las llamadas “etapas de transición” que alcanzan su postrer clímax en el fugaz arte menor del sprint tienen también un indudable encanto épico. Curiosa especie la del sprinter, en no pocas ocasiones malentendido e infravalorado en oposición al reverenciado escalador. Épica es sin duda su larga travesía por las mediterráneas aguas de una planicie de más de 200 kilómetros, sorteando a la velocidad del rayo los peligros provenientes de los sinuosos archipiélagos de rotondas y haciendo oídos sordos a los cantos de sirenas de los ciclistas que derrapan por la gloria publicitaria de unos segundos de primer plano televisivo; el Odiseo ciclista ha de tener la cabeza fría para no ahogarse en la orilla y llegar a los decisivos últimos metros todavía con fuerzas suficientes en sus piernas. En otros momentos, a quien veo es a un medieval caballero sprinter que viaja seguro, arropado por su fiel ejército de gregarios y lanzadores, en pos de defender su honor en el magno torneo. Pero en el momento de la verdad, en el pasillo flanqueado por las gradas pobladas por los nobles del reino, el caballero sprinter se queda solo y pagará con su vida el más mínimo error de cálculo, como en aquella ya lejana etapa en la que el normalmente intratable caballero anglosajón Cavendish lanzó a destiempo el ataque con sus piernas convertidas en lanzas y se vio superado sin remisión por su izquierda sobre la línea de meta por el caballero teutón Greipel. Escuchando atentamente la emisión radiofónica de la obra teatral de Fernán Gómez, leyendo con deleite el artículo de Vicent o viendo sin perder detalle el Tour, disfruto como un niño de los años cuarenta con bicicleta nueva del exquisito arte mayor y menor de las dos ruedas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario